Pregón año 2012
PREGÓN
DE LAS FIESTAS DE SAN ISIDRO LABRADOR.
Queridos paisanos, amigos, familiares. Recibid un cordial
saludo.
Es para mí un honor haber sido nombrado pregonero de las
fiestas de San
Isidro, y agradezco, a la Junta
Directiva de la Hermandad, que haya tenido a bien concederme tal
privilegio.
Como quienes en este encargo me han precedido, mi deseo es que un año
más den
comienzo unas fiestas entrañables y de las que conservo gratos
recuerdos.
He de confesar que cuando me senté ante el ordenador no
sabía cómo
llenar de contenido estas páginas. No tenía ni idea por dónde comenzar
y las
palabras se resistían; en su lugar, a mi mente, tan sólo acudían
imágenes:
rostros, lugares, voces que me llamaban desde un pasado lejano y
emotivas
vivencias que aceleraban mi ritmo cardíaco al revivirlas; era tal la
conmoción que
me provocaban que tuve que dejar a un lado mi empeño por encontrar las
palabras
más adecuadas y grandilocuentes. Así, ante tan inútil infructuosa
labor decidí que era inútil
continuar; desconecté el portátil y me dejé llevar por los recuerdos.
Me sumergí
en el agua cristalina de aquel lugar al que llamábamos “La Partemana” y
me revolqué
sobre la hierba fresca. Percibí el aroma de los juncos; podía sentir
cómo me
acariciaban las piernas mientras acechábamos a las ranas, tirachinas en
mano, o
cogíamos renacuajos. “Cabezolones” les llamábamos.
Aquellas eran tardes de primavera, y a esa edad, en la que
todavía
llevábamos pantalones cortos, al concluir la tediosa rutina escolar
podíamos
disponer del tiempo a nuestro antojo: no teníamos clases de Inglés y
nuestros
padres no mostraban ningún empeño en desarrollar nuestras capacidades
musicales, es más, no sabíamos que existiesen los conservatorios y
tampoco
teníamos esa imperiosa necesidad de adaptarnos a las nuevas
tecnologías, por lo
cual estábamos liberados de esas necesidades a las que el progreso nos
obliga. Al
contrario de lo que sucede hoy en día nuestra actividad física no tenía
horario: no se le encomendaba al profesor de tenis o de pádel y nos
bastaba con
una rama en los eucaliptos para hartarnos de hacer flexiones y
demostrar a los
demás quién aguantaba más…, eso cuando no estábamos corriendo por la
plaza, o
jugando al futbol en “las eras” hasta que se hacía de noche. Recuerdo
que los
sábados por la tarde, a eso de las cuatro, nos reuníamos en la esquina
de
Esteban y esperábamos a Lucas para que abriese el campo de futbol. Daba
igual
que fuese verano y el calor derritiera las piedras o que estuviese
lloviendo, era
algo especial que aguardábamos con impaciencia durante la semana porque
allí
disponíamos de porterías y balones de cuero, y una de nuestras mayores
ilusiones era el equipo de juveniles.
Entonces el tiempo trascurría lento, parecía que los días
no tenían fin y
las semanas las concluíamos, repeinados y con la ropa de los domingos.
Son recuerdos eternos… imborrables. Ahora, con más de
medio siglo a mis
espaldas, agradezco a mi memoria que me los devuelva. Me emociona
evocar
aquellos domingos por la mañana, cuando mi madre se apresuraba y nos
daba los
últimos retoques: Con el tercer repique de las campanas a mí me
apretaba el
nudo de los zapatos, y a mi hermana, mofletuda y risueña, le enderezaba
las
coletas; recuerdo cómo le brillaban los ojos de felicidad, y tras un
cálido
beso, con ese cariño que sólo sabe dar una madre, los dos corríamos a
misa.
Todavía tengo presente su juventud, la tersura de su piel y ese olor a
“Heno de
Právia”... Y a mi padre, un hombre sencillo y bueno al que agradezco
sus
consejos y todo el bien que me hizo. Hace ya siete años que nos dejó,
pero
siempre permanecerá vivo en mis recuerdos.
En fin, el tiempo es inexorable y no se detiene ante nada.
Así que tras
este obligado paréntesis, en su memoria, retorno a aquellos domingos
lejanos.
Como tenía por costumbre por la tarde visitaba a mis
abuelas y a mis
tíos, y las dos o tres pesetas que recogía –a veces un duro– las
empleaba en cromos,
pipas y chucherías. ¡Ah, y “mistos”! Al pie de las escalerillas de la
plaza, en
el kiosco de Tobalo y que más tarde sería del recientemente malogrado
Miguel comprábamos
unas tiras de papel en el que, pegadas, se alineaban unas gotitas
marrones. Eran
de pólvora, del tamaño de la uña del dedo meñique, y con ellas,
colocándoles
encima una piedra o simplemente haciendo girar el tacón, provocábamos
explosiones. A esa edad, en la que gozábamos de aquella inconsciencia
pueril,
buscábamos emociones cada vez más intensas; nos atraían los retos y el
riesgo y
poníamos a prueba el valor del que presumíamos. Sin embargo no siempre
la
velocidad de las piernas y nuestra incipiente musculatura era la
deseada y las
travesuras nos traían más de un disgusto, como cuando llamábamos a las
puertas
y salíamos corriendo o en la noche de San Juan. Recuerdo a Paco, al que
llamábamos “el indio”, a Rodri, a Nino y
a Antonio Almazán arrastrando las tobas por las calles; empolvábamos
a todo vecino que esa noche osara
tomar el fresco. Y después, ya de madrugada, y para refrescarnos,
acabábamos
empapados en la Fuente Taza.
Me complace evocar aquellas vivencias. Tengo la certeza
que en más de
uno despertará una lejana y feliz infancia… Si detuviésemos un momento
la
velocidad a la que vivimos nos daríamos cuenta de la cantidad de
recuerdos que
puede almacenar una vida; son tantos que a veces los más cercanos se
nos
escapan, en cambio, con el paso de los años y quizás porque
inconscientemente
nos aferramos a la niñez, nuestra memoria se resiste a perder los más
lejanos;
nos los devuelve con tal nitidez que nos cuesta creer que haya pasado
tanto
tiempo. De ellos, por la emoción que me provocaba y la intensidad con
que lo
vivíamos rescato aquel en el que nos enfrentábamos con los de las
“casas
nuevas”: Formábamos dos bandos, los de “las casas nuevas” y los de “las
casas
viejas” y nos declarábamos la guerra, nos retábamos en las eras o en
los terraplenes
del campo de futbol y más de uno, entre los que me incluyo, llegó a su
casa
aporreado.
Reconozco el peligro que entrañaban aquellos
enfrentamientos. Llamémosles
primitivos e inconcebibles hoy en día y quizás alguien se escandalice.
Pero por
suerte, o por desgracia, fue el tiempo que nos tocó vivir. No me
arrepiento de
ello… No creo que Bernardo, Esteban, Juan Bravo, los hermanos Rizo,
Juan Moret,
Luis “Bichito” o Pedro Cobo lo hagan, por el contrario, estoy
convencido que
recordarán con nostalgia aquellos años en los que, más que odiarnos,
jugábamos
a ser hombres. Simplemente: ¡Éramos unos críos! No éramos conscientes
de las
consecuencias y repetíamos estereotipos de virilidad socialmente
aceptados.
Pero como he referido antes aquella fue una época de
pantalones cortos,
con sus inevitables desollones en las rodillas, chichones y más de un
moratón
en las espinillas, después vinieron los pantalones largos y con ellos
algunos
comenzaron a trabajar y otros nos fuimos al instituto o a SAFA, sin
embargo los
fines de semana siempre coincidíamos en la terraza de bar de Manolo, en
la
Venta o en la discoteca. Con la adolescencia al tiempo le comenzaron a
crecer
las alas y ya no trascurría con esa pasmosa lentitud que había sido la
infancia; las obligaciones y los primeros amores nos ocupaban durante
la semana
e impacientes contábamos los meses que faltaban para la feria, al
final, tras
un duro y monótono invierno de estudio y aceituna, llegaba San Isidro;
siempre;
todos los años; no faltaba ninguno; el “santo
varón” siempre acudía a la cita: Se presentaba por primavera para
incendiar
el campo con amapolas, alfombraba de verde las siembras y cargaba a los
olivos
de fruto. Y ante estos naturales milagros el pueblo se lo agradece y lo
festeja. Desde 1.946, año en que se constituyó la primera comisión
organizadora
y de la que formaba parte mi abuelo Manuel, siempre ha sido así y así
lo
seguirá siendo: todo guarromanense acude solícito a su llamada y el
pueblo
entero, engalanado, desfila en romería. ¡Truene! ¡Llueva! ¡Haga calor!
¡Incluso
si por capricho el cambio climático decide que nieve! Aún así, y pese a
que los
tiempos que corren no son los mejores, no me cabe la menor duda de que
este año
volverán a desfilar las carrozas. Tengo la incuestionable certeza de
que la
ilusión, el júbilo y la diversión se volverán a dar cita en la pradera
y por
tradición durante unos días nos olvidaremos de tantos sacrificios,
problemas y
sinsabores. ¡Es necesario! Os animo a que disfrutéis y tenedlo por un
buen
consejo.
A los más jóvenes quizás
no le
llegue la memoria, pero cuando llega esta fecha muchos de los presentes
recordarán su adolescencia y se asombrarán de cómo han cambiado los
tiempos: cuando
en grupos de amigos acompañábamos a las carrozas andando y antes de
llegar a la
pradera nos deteníamos en “Piedra Rodadera”. Allí chapa en mano
ascendíamos por
aquellas onduladas moles de granito, y una vez en la cima, sentados
sobre la
lata, nos dejábamos caer pendiente abajo; sin más protección que la que
pudieran tener nuestras posaderas y a merced de la suerte. Así una y
otra vez:
Subíamos y volvíamos a descender deslizándonos a una endiablada
velocidad hasta
que los pantalones, de más de uno, quedaban con agujeros.
Pero nada de eso nos importaba, ni siquiera los golpes o
una mala caída iban
a privarnos de disfrutar de aquel día. Tras la última curva nos
esperaba una
llanura salpicada de encinas, repleta de gente que alegremente iba y
venía de
un lado para otro: chiquillos que corrían entre las carrozas que
estaban aparcadas
en batería, puestos de bebidas, helados y chucherías, tómbolas en las
que
sonaba la música… Aquella explosión de felicidad la contemplaba el
santo patrón
elevado en andas, y seguro estoy, que de
haber cobrado vida habría disfrutado como nosotros. Mientras tanto a
ambos lados
del río las familias se reunían a manta tendida bajo los chaparros, los
jinetes
lucían orgullosos sus monturas y la gente bailaba, a pleno sol o a la
sombra de
las encinas. Todo se mezclaba: sonidos, olores, colores; la algarabía
con las
sevillanas rocieras y los trajes de gitana, y estos con el apetitoso
olor de
los asados. ¡El sol y un cielo azul primaveral eran testigos indolentes
de
aquel contagio de alegría!
Ahora, al cabo de los años recuerdo aquella inolvidable
sensación y aquellos
con quienes la compartía: ¡Pablo! ¡Andrés!
¡Juan Suarez! ¡Bernardo! ¡Joaquín! ¡Luciano! ¡Matías…! ¡Vicente!
¡Miguelín! ¡Juan
Manuel...! entre todos forjamos lo que creíamos una amistad
imperecedera, pero,
inevitablemente, la adolescencia se nos escapó; se fue a lomos de los
“dos
caballos” de aquel destartalado Citroën o la dejamos en el asiento
trasero de aquel
R5, con el que furtivamente nos escapábamos a Baños, a Carboneros, a
Bailén o La
Carolina.
Me sería imposible nombrar a todos los que fuisteis parte
de mi infancia,
adolescencia o juventud y ruego que me perdonen quienes se sientan
olvidados. Todos
aquellos y aquellas con quienes coincidí en edad, así como los que por
entonces
eran mayores o más jóvenes estáis ligados a mi existencia. Cada rincón
de este
pueblo es parte de mí del mismo modo que lo es mi rostro, mi pelo o mi
carácter.
Haber nacido en Guarromán es un privilegio que el destino ha querido
otorgarme
y me enorgullece, poder decir que lo que soy
no es más que el resultado de lo que fui.
Por último, para concluir quiero agradeceros vuestra
presencia, con la
cual me habéis honrado, y animaros a que disfrutéis de las fiestas.
¡VIVA EL PUEBLO QUE ME VIO
NACER Y LAS
CALLES QUE ME CRIARON!